A la izquierda política le cuesta adaptarse a los nuevos tiempos. Acostumbrada a un grado monolítico de centralización absoluta –inseparable de su cosmogonía política, que concibe al estado como una religión laica con poderes plenipotenciarios, que tiene el derecho inalienable de gobernar y controlar a toda la sociedad–, la izquierda política no ha entendido absolutamente nada del mundo contemporáneo, polivalente, tecnológico, complejo e interconectado.
Añorando un pasado que ya no existe, la izquierda política es incapaz de entender cosas sencillas, como el hecho de que los ciudadanos de a pie tendrán sus propias opiniones, que tienen derecho a tenerlas, y que estas opiniones a menudo serán contrarias a los programas de la izquierda. Con las redes sociales, los ciudadanos de a pie tienen ahora a su disposición una herramienta para expresar sus visiones del mundo, así como sus opiniones privadas sobre una amplia gama de temas.
Con una herramienta digital a su disposición que les permite hacer públicas sus opiniones, las personas también pueden hacer circular el conocimiento sin restricciones. Sin embargo, muchas de estas opiniones y conocimientos han resultado incómodos para la izquierda política, incapaz de hacer frente a la avalancha de ideas divergentes. Esto ha dejado a la izquierda invariablemente sumida en una convulsa desesperación, y ahora lucha denodadamente por regular las redes sociales y tratar así de recuperar al menos parte de la hegemonía que ha perdido.
Con la descentralización de la información que permiten las redes sociales, la izquierda ha perdido el control de la narrativa. Ahora, lo que más desea la izquierda es una vuelta a la centralización, con ella al mando. Lo que demuestra una vez más –para sorpresa de absolutamente nadie– su hipocresía.
Hace un tiempo, la izquierda afirmaba que la democratización del conocimiento era esencial. Ahora que la democratización del conocimiento se ha hecho posible en gran medida gracias a las redes sociales –e incluso se ha convertido en un elemento habitual de nuestra vida cotidiana–, la izquierda busca formas y medios para aplicar políticas estatales capaces de estancar el libre flujo de información. En otras palabras, lo que la izquierda realmente quiere es institucionalizar la censura.
Con esta actitud nos damos cuenta de que todo ese discurso de “democratizar el conocimiento” no sirve de nada si la izquierda no está al mando. Una vez más, para sorpresa de absolutamente ningún ser humano sobre la faz de la tierra, la izquierda muestra toda su hipocresía y despotismo. Lo que les importa es la conveniencia de las narrativas. Si la izquierda no manda, entonces no hay legitimidad. Si la izquierda no manda, entonces no es democracia real.
De hecho, con los medios sociales la izquierda ha perdido mucha relevancia porque, gracias a un entorno de libre flujo de información, todo el mundo puede intercambiar ideas y conocimientos. Con las redes sociales, libertarios, conservadores, liberales, monárquicos y personas de las más variadas procedencias políticas y filosóficas, han ganado voz. Pero esta libertad es poco a poco erosionada a medida que es impuesta la dictadura de lo “políticamente correcto” –en gran parte gracias a la truculencia del estado de excepción progresista–, y la censura es impuesta como un obstáculo cada vez más implacable y difícil de sortear.
La libre circulación de la información es un componente fundamental de una sociedad libre. Sin embargo, es natural que la izquierda intente combatirlo, ya que como desea el poder total y absoluto, la izquierda busca tener el monopolio de la narrativa en sus manos. En consecuencia, cualquiera que amenace este monopolio o desafíe y cuestione abiertamente las estúpidas y utópicas ideas progresistas, será vehementemente censurado por la militancia, y tal vez incluso perseguido por el estado de excepción progresista.
La izquierda intentará combatir la libre circulación de la información utilizando todo tipo de pretextos. Alegará que en el torrente de información a censurar hay incitación al odio, Fake News, apología de la homofobia, sexismo, capitalismo, fascismo y muchos otros hombres de paja, con el argumento de que todo ello constituye una grave amenaza para la democracia y el orden establecido.
Sin embargo, la mayor parte de la información susceptible de censura no son más que opiniones, a las que se opone frontalmente por el mero hecho de expresar desacuerdos con algún aspecto del pensamiento izquierdista. Estas opiniones y conceptos son falsamente etiquetados como potencialmente peligrosos, simplemente porque a la patrulla ideológica no le gusta ver la libre circulación de ideas que amenazan su hegemonía política.
Por ello, la izquierda política considera anatema la libre circulación de la información, y por una razón muy sencilla: la izquierda ha descubierto a través de las redes sociales –las que han facilitado y ampliado la democratización del conocimiento que decía defender– que el número de personas que no están de acuerdo con ella, es sencillamente inconmensurable. Y a la izquierda no le ha hecho ninguna gracia descubrirlo. Así que los militantes creen que es necesario silenciar a esas personas.
Y para la izquierda, está absolutamente bien censurar a cualquiera que piense diferente. Al fin y al cabo, según la lógica infantil de los militantes, si alguien no está de acuerdo con algún punto de la ideología izquierdista, sólo puede ser malo. Así que está justificado censurarlo.
Sin embargo, contrariamente a la paranoia izquierdista, lo que está ocurriendo no es un ataque deliberado y bien orquestado de la extrema derecha fascista, financiado por la aristocracia internacional para dominar el mundo. Lo que hay, de hecho, es una avalancha de múltiples informaciones, de las más variadas vertientes filosóficas e ideológicas, que –por ser consideradas inconvenientes por el actual establishment progresista– se agrupan todas bajo la etiqueta de “extrema derecha” (por muy diferentes que sean entre sí). Si algo tienen en común estas ideas, es que se oponen al autoritarismo, las pretensiones, la arrogancia y las ensoñaciones reduccionistas de la izquierda. Sin embargo, la gran mayoría de estas opiniones son expresadas por personas corrientes, que no están financiadas por alguna oscura organización internacional que reúne, congrega y organiza a personas con el objetivo de reclutarlas y entrenarlas para subvertir el orden establecido (irónicamente, también podemos preguntarnos quiénes son realmente los verdaderos teóricos de la conspiración).
En otras palabras, lo que la izquierda ve como un ataque bien orquestado contra la democracia, las instituciones y su propia ideología, es en realidad el flujo torrencial y espontáneo de un gran número de personas que expresan libremente sus opiniones individuales, y cuestionan verdades artificiales prefabricadas, constantemente regurgitadas por los medios corporativos dominantes como preceptos incontestables.
Pero a la izquierda no le gustó descubrir que dando voz a la gente, ésta dirá lo que piensa. Y una proporción significativa de esas personas critica abiertamente a la izquierda.
Desesperada por perder su hegemonía y su capital político, la izquierda intenta ahora desesperadamente recuperar territorio.
¿Democratización de la información? Sí, estamos a favor. Pero sólo del “conocimiento” autorizado por la izquierda.
¿Y llamará la izquierda a su régimen despótico, arbitrario y tiránico –que abiertamente practica la persecución y la censura– por su nombre correcto? ¿Es dictadura? No, es “democracia defensiva”.
La izquierda siempre califica graciosamente a su régimen de opresión, tiranía y omnipotencia. No es de extrañar.
Revelando todo su totalitarismo, como era de esperar la izquierda política trata ahora de activar mecanismos gubernamentales e institucionales para limitar o incluso prohibir expresamente la libre expresión, el libre flujo de información, y la libre manifestación de las personas que discrepan con ella. De momento, han puesto en marcha una serie de artilugios retóricos e ideológicos para frenar a todas las personas que discrepen con los postulados ideológicos de la izquierda. El más conocido de ellos es acusar a los indeseables de difundir “Fake News” o “discursos del odio”.
¿Significa ésto que la izquierda –la izquierda que dice representar al pueblo, a los ciudadanos de a pie, a los asalariados y a los habitantes de los suburbios– se opone a la libre expresión de los simples individuos a los que dice representar? Sí, si esas personas expresan opiniones contrarias a la izquierda. La izquierda sólo quiere que circulen las opiniones que le son favorables.
Hay varios factores que explican el comportamiento de la izquierda. En primer lugar, la izquierda política tiene el totalitarismo profundamente arraigado en su marco ideológico. En segundo lugar, es muy elitista. Le importa sobre todo la opinión de los “expertos”, no la de los ciudadanos de a pie. Si no tiene Ud. un título d,e grado, maestría o doctorado en las áreas que considera importantes (sobre todo en las llamadas “ciencias humanas”), o no ocupa un cargo relevante en el gobierno, su opinión no será tenida en cuenta.
En otras palabras, lo que realmente cuenta para la izquierda son las opiniones de políticos, funcionarios, líderes sindicales, jueces y jefes de estado. Le importa un bledo lo que piense la gente corriente. La izquierda obedece a un patrón jerárquico rígido e inquebrantable, y es profundamente hostil e intolerante con cualquiera que no lo obedezca.
Por ser demasiado arrogante y prepotente en su elitismo, la izquierda política cree sinceramente que la gente corriente no debe pensar. Simplemente debe obedecer. Porque la izquierda considera que el gobierno es una religión, cree que los políticos, los jefes de estado y los líderes gubernamentales son sacerdotes ungidos infalibles y magnánimos, a los que hay que obedecer sumariamente y nunca desafiar ni contradecir.
A menos, claro, que sea un ideólogo de izquierda con licenciatura, maestría o doctorado. Entonces tiene Ud. derecho a expresar su opinión. Pero si ni siquiera tiene Ud. un título, entonces debería callarse. Debería resignarse a su mediocridad y obedecer. Ni siquiera necesita entender por qué hay que obedecer la orden. Simplemente debe obedecer. La izquierda es un movimiento político elitista que trata a la población como ganado, y cree fervientemente que el único comportamiento aceptable para las masas es el servilismo. Y el ganado servil no debe desafiar, cuestionar o razonar por sí mismo. Los que lo hacen, deben ser brutalmente rechazados, reprimidos y censurados, para que aprendan cuál es su lugar en la jerarquía.
Como es elitista y ve a los pobres y a la clase media como criaturas infrahumanas, la izquierda desprecia sumariamente el verdadero conocimiento, el libre flujo de información y, sobre todo, a las personas autodidactas. El conocimiento es intolerable para la izquierda, precisamente porque –si tienes conocimientos reales– puedes refutarla fácilmente en prácticamente todos los aspectos de su ideología, desde la economía hasta los valores sociales.
La izquierda sobrevalora los diplomas y certificados, precisamente porque es elitista y jerárquica. Pero lo más importante es que, con diplomas y certificados, puede caer ligeramente en la falacia de apelar a la autoridad. Y eso es lo que hace la izquierda política una y otra vez, ya que no tiene forma de atacar, ni siquiera de debatir argumentos. Todos sabemos que los militantes recurren a menudo a slogans del tipo “¿Quién eres tú para no estar de acuerdo con fulanito, que tiene un título, una maestría, un doctorado o un PhD de Harvard?” –como si los certificados fueran sinónimo de conocimiento, sabiduría, ingenio y capacidad de análisis. ¿Y qué pasa con los grandes científicos, inventores, exploradores, empresarios y otras personas de talento incomparable, que han existido a lo largo de la historia, y que no tenían educación formal? La izquierda los ignora convenientemente.
La falacia de apelar a la autoridad es una estrategia retórica (o sofisma) para escapar del verdadero conflicto de ideas, y no tener que debatir los argumentos. Ésto se debe a que cuando se evalúa a fondo su contenido, en su verdadera profundidad analítica y filosófica, queda claro que la izquierda política carece por completo de argumentos cohesivos, coherentes y consistentes, basados en la realidad. También es autoritaria, inmoral, carente de ética, centralizadora, despótica, radicalmente colectivista y extremadamente elitista.
Otro punto a tener en cuenta es el hecho de que la izquierda es una ideología extremadamente utópica y, sobre todo, radicalmente arcaica, obsoleta y anacrónica, ya que se ha detenido en el tiempo.
La centralización es parte integrante de la utopía social de la izquierda, donde una civilización perfecta, standardizada y uniforme, que obedece a una lógica proletaria, está en perfecta armonía con el gobierno omnipotente. Una sociedad que pretende ser uniforme y homogénea, a su vez, no puede tolerar la disidencia. Los ciudadanos que piensan por su cuenta –y cuyos pensamientos no están perfectamente alineados con lo que ha sido establecido como “verdadero” por el gobierno omnipotente– son vistos como anomalías dentro de una sociedad uniforme y homogénea, administrada centralmente.
Los librepensadores con opiniones propias son vistos como organismos disfuncionales que ponen en peligro el flujo armonioso de la sociedad y, por tanto, deben ser eliminados. Esto es lo que hace Corea del Norte con sus disidentes. Y Corea del Norte es vista como un ejemplo de sociedad cohesionada por muchos activistas de izquierdas.
Sobre todo, es fácil entender a la izquierda política cuando uno se da cuenta de que se estancó en el siglo XIX. Es un hecho indiscutible. Esto también puede verse en su vocabulario arcaico (los militantes utilizan términos embarazosos como “burguesía”, “proletariado”, “colonialismo”, “imperialismo”), y también en el hecho de que creen en la viabilidad de utopías infantiles del siglo XIX, como el marxismo.
De hecho, evaluar y analizar la sociedad contemporánea desde la perspectiva de una utopía del siglo XIX, hará que el mundo actual parezca una anomalía despreciable y confusa. En su intento por ordenar el mundo, dar a la sociedad un sentido más armonioso y cohesionado, y hacer que parezca menos caótica, los activistas de izquierdas a menudo se desesperan por encontrar algún resto de normalización que –de forma muy superficial– evoque una fachada de supuesto orden y normalidad.
Y por eso admiran tanto dictaduras como las de Cuba y Corea del Norte, que superficialmente parecen ser el elegante y homogeneizado paraíso utópico con el que sueñan. Esta visión, sin embargo, sólo puede mantenerse si se admiran las utopías desde una distancia considerable. Cuando se analizan más de cerca, las fracturas y grietas se hacen tan evidentes que hay que ignorar deliberadamente la realidad, para no tener que admitir que las utopías en cuestión son en realidad regímenes totalitarios opresivos y despóticos.
El problema es que la inmensa mayoría de los activistas de izquierdas no analizan en profundidad las condiciones reales de vida en los países que tanto admiran. Mucha gente que va a Cuba (e incluso a Corea del Norte) como turista, vuelve deslumbrada, diciendo cosas maravillosas de los países. Pero olvidan que la experiencia de conocer un país como turista es drásticamente distinta de la que viven los habitantes locales.
En Corea del Norte, por ejemplo, aún estamos en la Guerra Fría. Allí la gente sigue en 1950. Con la excepción de una élite vinculada con el gobierno –y que goza de privilegios que no tiene el resto de la población–, la sociedad norcoreana vive en una realidad exasperante y difícil, desprovista en su mayor parte de tecnología y conexión con el mundo exterior. Y sí, existe una élite en Corea del Norte; contrariamente a la teoría marxista, la sociedad norcoreana no es una utópica y perfecta “sociedad sin clases”.
Sin embargo, lo más probable es que los entusiastas de Corea del Norte le digan que esta información no es más que falsa propaganda imperialista, y que Corea del Norte es probablemente el mejor país del mundo para vivir.
La desesperación por creer en la utopía de una sociedad homogénea, proletaria, de planificación centralizada y carente de problemas, lleva a muchos izquierdistas a creer en dictaduras como la norcoreana, y muchos acaban considerándola una especie de ejemplo que hay que alabar y alcanzar. Lo que esta gente busca es una especie de paraíso terrenal. De hecho, la utopía marxista no es más que un análogo ideológico y materialista del Jardín del Edén. Un intento laico y ateo de implantar una versión del paraíso en la tierra.
Exponer la realidad y denunciar la existencia del tan cacareado paraíso utópico como una mera fachada, es probablemente la principal razón por la que la izquierda se opone con tanta amargura y vehemencia a las voces discrepantes.
Los activistas de izquierda ven a las personas con opiniones propias como obstáculos para la materialización del paraíso de la sociedad perfecta, centralmente planificada y homogénea, donde todo es igual y todos piensan exactamente igual. En cierto modo, el izquierdismo es una revuelta infantil contra la realidad. Comprender que la realidad es difícil, precaria, exasperante, hostil e incluso muy difícil, es algo que requiere madurez. Sólo los adultos pueden entenderlo. Y los adultos no se aferran a utopías, porque pueden aceptar la realidad tal como es.
Por supuesto, no tenemos por qué conformarnos con que el mundo sea como es, o como está. Siempre es beneficioso intentar promover cambios positivos, sean de proporciones modestas o no. Pero intentar alterar la realidad dentro de las posibilidades viables es una cosa. Creer en utopías es algo drásticamente distinto.
En la izquierda política es esencial comprender que una obsesión suele llevar a otra, y todo empieza con la obsesión por implantar una sociedad ordenada, homogénea y perfecta. Esto llevará a la obsesión por un sistema de planificación central, porque sólo así se hará realidad el “paraíso”. Al fin y al cabo, si se deja a la gente libre, se creará una sociedad heterogénea y llena de disparidades, con lugares más desarrollados y otros menos desarrollados. El sistema de planificación central, a su vez, conducirá a una obsesión por la obediencia a una rígida pirámide jerárquica. Esto, a su vez, conducirá a una obsesión por el control. Y así sucesivamente.
Como a la izquierda nunca le interesa escuchar la opinión de la gente corriente, se limitará a poner en práctica sus proyectos en cuanto llegue al poder. Su proyecto utópico exigirá necesariamente una centralización burocrática, ostensiblemente despótica. Esto acabará sirviendo de catalizador inevitable para el conflicto.
Como el proyecto utópico violará los derechos naturales de un gran número de personas, es natural que se rebelen. En consecuencia, la izquierda intentará silenciar y censurar a los opositores a medida que vaya implementando cada etapa de su proyecto de poder. En el proceso, innumerables individuos serán censurados y declarados enemigos del pueblo por el “delito” de tener opiniones propias. Como muchas personas serán oprimidas y censuradas, ésto motivará invariablemente a las masas a luchar contra el despotismo y la opresión ejercidos por los poderes establecidos.
Cuando analizamos la psicología de la izquierda, su infantilismo –manifiesto sobre todo en su obsesión por el control, la seguridad y la homogeneidad– se hace muy evidente. Como no entiende el comportamiento humano, la izquierda se anestesia intentando silenciar a la gente en lugar de intentar entenderla. Si tratara de entender a la gente, la izquierda sería lo que irónicamente dice ser, pero no es: humanitaria. Si realmente tratara de entender cómo piensa el pobre, el trabajador, el ciudadano de a pie (la clase de gente que la izquierda jura defender, pero que en la práctica desprecia con desprecio mordaz), la izquierda entendería cómo su ideología es completamente incapaz de satisfacer los deseos de una parte significativa de la sociedad.
En resumen, podemos decir que la izquierda política es una ideología utópica y simplista, que pretende realizar su versión política del paraíso en la tierra. Sus actitudes autoritarias, despóticas e infantiles lo demuestran sin lugar a dudas. Ninguno de sus postulados ideológicos muestra voluntad alguna de adaptarse a la realidad. Todo lo contrario: la izquierda quiere cambiar el mundo como sea. Si para hacer realidad su utópica versión del paraíso, debe venerar a dictadores genocidas, silenciar a los opositores y censurar a la gente corriente (y quizás hacer cosas aún peores), hará todo eso sin ningún problema.
Lo importante es siempre la búsqueda de la realización de la utopía. Nunca se trata de mejorar la calidad de vida de la gente.
La izquierda política no es más que un proyecto político extremadamente despótico y tiránico. Para empeorar las cosas, la militancia no entiende absolutamente nada del comportamiento humano, ni comprende las vastas complejidades que rigen la sociedad humana. La izquierda política ni siquiera puede comprender el hecho de que la sociedad humana está en un proceso constante de transición y cambio. Nada es permanente, lo que hace que cualquier intento de alcanzar la utopía a través de un proyecto político sea una idea tan estúpida como irracional.
Cuando hablamos de la izquierda comunista en particular, no estamos hablando sólo de una ideología absurdamente anacrónica e irracional. Estamos hablando de algo que, en la práctica, ha demostrado ser una atrocidad de proporciones indecibles.
¿Es posible implantar un régimen comunista de planificación centralizada y aparentemente uniforme? Sí, es posible. ¿Y cuánto durará? Como mucho, unas décadas. ¿Cuánto duró la dictadura comunista de Enver Xoxha en Albania? Gobernó el país de 1944 a 1985. Poco después de su muerte, el comunismo fue completamente desmantelado. ¿Cuánto duró la dictadura comunista de Nicolae CeauŞescu en Rumanía? Tras décadas gobernando el país de forma extremadamente opresiva, tiránica y truculenta, fue depuesto en una revolución popular, y fusilado junto con su esposa el 25 de Diciembre de 1989.
Podría citar muchos otros ejemplos. Pero éstos dos bastan para mostrar cómo la izquierda es completamente incapaz de estudiar la historia, de comprenderla, y de hacer una lectura práctica y eficaz de la realidad.
Por desgracia, la izquierda política es completamente incapaz de comprender los procesos, la llógica, los costos (tanto humanos como económicos), y los sacrificios necesarios para que una sociedad ponga en práctica un proyecto político utópico. Es más, los izquierdistas no pueden entender lo poco prácticas que son ciertas cosas en el mundo real. Una de esas cosas es el sistema de planificación centralizada –componente fundamental de la utopía de izquierda–, que no es más que un esquema de gestión y organización permanentemente condenado al fracaso, ya que no es económicamente autosostenible a largo plazo. Es un sistema condenado al colapso. Es sencillamente imposible que perdure.
La planificación central no funciona a ningún nivel: ni social, ni cultural, ni económico. Décadas de planificación centralizada han destruido las economías de países enteros. La planificación centralizada es una bestialidad utópica que sólo perjudica a la sociedad y es incapaz de producir ningún beneficio. Pero los activistas de izquierda no estudian historia, no les importa la realidad de los hechos, y siempre están totalmente dispuestos a ignorar cualquier cosa que exponga lo fraudulenta, infantil y utópica que es su ideología universitaria favorita.
El comportamiento infantil y las obsesiones utópicas de la izquierda demuestran que no tiene ningún compromiso con los seres humanos, la sociedad o la civilización. Su único compromiso es la realización de su utopía política. La izquierda no entiende a la sociedad humana, no entiende el comportamiento humano, no entiende la lógica económica, y no ve cómo todas estas cosas están totalmente interconectadas. Todas sus acciones sociales y políticas demuestran su titánica ignorancia de prácticamente todo lo que existe, y absolutamente nada de lo que la izquierda ha hecho o conseguido, ha beneficiado a la humanidad en modo alguno.
La izquierda política es una ideología demasiado simple para descifrar y comprender la excepcionalmente compleja sociedad actual. No debería sorprendernos, por tanto, que los seguidores, partidarios y entusiastas de una ideología excesivamente simplista e infantil, sean tan incapaces de comprender y desentrañar la civilización contemporánea, cada día más compleja, polifacética y segmentada. Y así, estas personas siguen persistiendo en la intransigencia de anacrónicas utopías decimonónicas, que ya han sido refutadas múltiples veces por brillantes economistas. Por no hablar de las innumerables veces que la propia realidad se ha encargado de enterrarlas.
Por desgracia, todavía vamos a tener que aguantar durante mucho tiempo palabras de moda universitarias y vacías, como “revolución”, “colonialismo”, “burguesía” y “proletariado”. No sería tan malo dejar que los niños pequeños jueguen con su ideología favorita, si no tuvieran la capacidad de causar tantos estragos en la sociedad y adoctrinar a los jóvenes, que se vuelven cada vez más hedonistas, irracionales e ignorantes en todos los sentidos posibles con cada nueva generación. Gran parte de ello se debe al adoctrinamiento izquierdista, tanto progresista como marxista.
La izquierda es fácilmente refutable y debatible con argumentos. Por eso necesita la fuerza opresiva de un gobierno omnipotente para silenciar a sus oponentes. En el terreno de la lógica, la racionalidad, la argumentación, la teoría y, sobre todo, en la realidad práctica, la izquierda es derrotada con extrema facilidad.
La verdad es que la izquierda no tiene cabida en el mundo contemporáneo. El mundo y la sociedad en general quieren avanzar. La izquierda, sin embargo, persiste en tratar de hacer retroceder a todo el mundo, de modo que vivamos en la Guerra Fría o en el siglo XIX. Resulta que el reloj sólo avanza. Y el futuro, especialmente con la descentralización de la información y el conocimiento, muestra que el destino de la izquierda política es quedarse completamente obsoleta.
Traducido por el Ms. Lic. Cristian Vasylenko