Thursday, November 21, 2024
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Objectivismo, Hitler y Kant

Esta reseña de The Ominous Parallels: The End of Freedom in America, de Leonard Peikoff, fue publicada por primera vez en el número de Septiembre de 1982 de Inquiry, como “¿El carnicero de Königsberg?”

La entrada de Leonard Peikoff en la polémica sobre “¿por qué Hitler?” nos llega con el visto bueno de la difunta Ayn Rand, quien en su introducción elogia el libro como “brillantemente razonado”. Sus seguidores consideraban a la señorita Rand una gran filósofa, pero no creo que ni siquiera sus más ardientes devotos afirmaran que fuera una autoridad en la historia de las ideas. Si lo fuera, es difícil ver cómo podría haber prodigado elogios a esta equivocada obra. No recuerdo ningún otro libro que iguale a éste en su distorsión de la historia de la filosofía.

La tesis principal de Peikoff es sencilla. Las explicaciones predominantes del ascenso de Hitler al poder en 1933 no penetran en la esencia del asunto. Algunos historiadores han señalado el fracaso de los sucesivos gobiernos de la República de Weimar a la hora de afrontar la Gran Depresión, como un factor principal que indujo a las masas desesperadas a sucumbir a las promesas de cambio radical efectuadas por los nacionalsocialistas. Otros han hecho hincapié en el hecho de que sectores clave de la sociedad alemana –el ejército, los escalafones superiores de la administración pública, y muchos de los intelectuales– no aceptaron la república. Otros historiadores pretenden explicar a Hitler como una depravación innata de los alemanes. Con razón, Peikoff desestima esta última “explicación”, rechazándola por racista. Aunque reconoce que muchos de estos relatos contienen algo de verdad, Peikoff encuentra la raíz del problema en otra parte. Curiosamente, en su análisis de los factores “superficiales” que explican el ascenso de Hitler, Peikoff no considera necesario mencionar el resentimiento alemán debido el Tratado de Versalles, aunque de hecho fue el tema más persistente en la política exterior alemana durante los años de entreguerras. El tratado aparece sólo una vez, en el transcurso de su resumen de los Veinticinco Puntos del programa del partido nazi.

¿Cuál es entonces la clave del misterio? Según Peikoff, si uno busca una explicación fundamental para el ascenso de Hitler, debe consultar la ciencia de los fundamentos; es decir, la filosofía. Ludwig Feuerbach dijo una vez: “El hombre es lo que come”. Peikoff tiene una opinión diferente –para él, el hombre es lo que cree sobre la metafísica, la teoría del conocimiento, y la ética. Y es porque la mayoría de los alemanes tenían ideas distorsionadas sobre estos temas fundamentales, que eran incapaces de ver los defectos obvios en las panaceas que vendía Hitler. La principal razón, a su vez, para sus ideas equivocadas, fue la influencia maligna del filósofo más importante de Alemania –Immanuel Kant.

Peikoff no le echa toda la culpa del nazismo a Kant; otros filósofos, como Platón y Hegel, deben asumir su parte de responsabilidad. Pero, por inverosímil que pueda parecer a primera vista, no exagero al afirmar que Peikoff considera al sabio afable de Königsberg un protonazi. Peikoff llega a decir sobre la vida en los campos de concentración nazis: “Era el universo que había sido insinuado, elaborado, apreciado, por el que se había luchado y hecho respetable por una larga línea de campeones. Era la teoría y el sueño creados por todos los antiaristotélicos de la historia occidental”. El lector que haya llegado hasta este punto del libro, no tendrá ninguna duda sobre la identidad del principal antiaristotélico.

¿Qué tiene de malo Kant? Según Peikoff, Kant degradó el mundo físico al que accedemos a través de nuestros sentidos, al considerarlo un mero reino “fenoménico”. No era más que una apariencia en comparación con el mundo “noumenal”, que sólo la fe –no la lógica– podía captar. En ética, Kant rechazó la felicidad individual como una cuestión sin valor moral; en cambio, las personas debían subordinarse por completo a un deber que no guardara relación con sus intereses como seres humanos.

Estas doctrinas, sostiene Peikoff, allanaron el camino para Hitler. Los nazis rechazaron la razón –Kant enseñó que la razón no puede enseñarnos nada del mundo, más allá de la mera apariencia. El movimiento de Hitler exigía que los individuos se sacrificaran por el bien común –un tema que también estaba directamente relacionado con la ética de Kant. La influencia de Kant fue tan penetrante que, según Peikoff, ningún grupo importante de la República de Weimar disintió de las funestas doctrinas del irracionalismo, el altruismo y el colectivismo. Los artistas expresionistas decadentes de la izquierda compartían los mismos supuestos irracionalistas kantianos que sus detractores de derecha. En la Alemania de Weimar nadie tenía los recursos intelectuales necesarios para organizar una resistencia eficaz contra Hitler, de ahí su triunfo en 1933.

Para resistir a Hitler, lo que se habría requerido (pero no se encontró por ninguna parte) era una comprensión correcta de los fundamentos filosóficos. Específicamente, un defensor lúcido de la razón necesita reconocer la existencia del mundo externo (un requisito no muy exigente, se habría pensado), y aceptar una ética egoísta que rechazara el deber del sacrificio individual. Alguien que acepta estas verdades ha rechazado implícitamente a Kant en favor del filósofo más destacado anterior al siglo XX, Aristóteles. En nuestros días, sin embargo, la razón ha hecho nuevos avances: Ayn Rand ha presentado la filosofía aristotélica de una manera más consistente que nunca antes, purgándola de los restos del platonismo enredados en la misma.

Aunque, en ausencia de las novelas de Rand, nadie antes de nuestro tiempo estuvo en condiciones de ver la verdad total y completa, los fundadores de la República Estadounidense estuvieron cerca. En su énfasis en los derechos individuales y su perspectiva básicamente secular, los Padres Fundadores fueron buenos aristotélicos. Pero la historia de Estados Unidos no es del todo feliz. En el siglo XIX la filosofía alemana fue importada a nuestra cultura, hasta entonces orientada a la Ilustración. Su influencia se ha vuelto ahora tan dominante, que el racionalismo y el individualismo sobre los que se fundaron los Estados Unidos han sido desplazados por el altruismo y la denigración de la razón característicos –lo adivinaron– de la filosofía de Kant.

Si esta tendencia continúa, bien podría surgir una versión estadounidense del nazismo. Es el crecimiento del irracionalismo kantiano en Estados Unidos lo que Peikoff tiene principalmente en mente, cuando en su título habla de los “siniestros paralelismos” entre la Alemania anterior a Hitler y Estados Unidos.

Independientemente de lo que uno piense de la tesis de Peikoff, tiene al menos una virtud: en concierto con la mayoría de los otros randianos, Peikoff presenta sus ideas de una manera clara y directa, de modo que, en frase de Bacon, “el que corre puede leer”. Creo que tiene derecho a una respuesta igualmente directa. Digamos de inmediato, entonces, que Peikoff distorsiona a Kant en todos los puntos. Kant no era un escéptico que descartara el mundo sensorial como mera apariencia. Por el contrario, pensaba que su Crítica de la razón pura respondía al escepticismo de David Hume. En particular, intentó explicar la causalidad para justificar filosóficamente los logros de la física de Newton. Kant fue, en resumen, un defensor, no un oponente, del mundo real. El propio Peikoff se ve obligado a reconocer que “Kant no repudia el término ‘objetivo’ y afirma oponerse al subjetivismo”, aunque esta admisión está oculta en una nota al final. Cuando Peikoff se defiende diciendo que el objetivismo de Kant es sólo una variedad de subjetivismo, está precisamente equivocado. Las categorías de Kant no son creaciones subjetivas de individuos o grupos, sino (él sostiene) requisitos necesarios de la razón.

Sin embargo, incluso si Peikoff hubiera tenido toda la razón acerca de la metafísica de Kant, su genealogía del nazismo seguiría pareciendo más que un poco tonta. ¿Cree realmente Peikoff que alguien (fuera de un asilo) duda, en su vida diaria, de la existencia del mundo exterior, o lo considera resultado de una fantasía subjetiva? Como señaló hace mucho tiempo David Hume (seguramente un escéptico, si alguna vez los hubo), cuando uno abandona el estudio del filósofo, en la práctica no puede comportarse como un escéptico. La imagen de personas que se enamoran de Hitler porque, debido a la influencia de Kant, dudaban de la realidad del mundo sensorial, es demasiado ridícula como para describirla con palabras.

La visión de Peikoff sobre la ética de Kant es igualmente errónea, aunque al menos tiene más sentido pensar que los principios morales de alguien pueden tener un efecto práctico, que suponer que la clave de la política debe encontrarse en teorías recónditas de la epistemología. Peikoff tiene mucho que decir sobre el énfasis que Kant pone en el deber y los “imperativos categóricos”; pero, curiosamente, nunca nos dice cuál es el imperativo categórico. Lamentablemente, es fácil comprender el motivo de esta ligera omisión por parte de Peikoff. Si hubiera citado la segunda formulación del imperativo categórico, habría desmentido inmediatamente su acusación de que Kant sentó las bases de la doctrina nazi de la sumisión ciega al estado omnipotente. Esa formulación dice: “Actúa de tal manera que siempre trates a la humanidad, ya sea en tu propia persona o en la de cualquier otro, nunca simplemente como un medio, sino siempre al mismo tiempo como un fin”.

De hecho, las propias opiniones políticas de Kant eran, en términos generales, las de un liberal clásico. Por ejemplo, apoyó firmemente la propiedad privada e ideó un plan que esperaba condujera a la abolición de la guerra. Peikoff es al menos parcialmente consciente de estos hechos. Dice: “Kant no es un estatista de pleno derecho… [Él] acepta ciertos elementos del individualismo”, pero tiene el descaro de descartarlos como triviales en comparación con las implicaciones que deriva perversamente de las opiniones metafísicas y epistemológicas de Kant. Peikoff, sabiamente, no intenta explicar por qué defensores tan eminentes de la libertad como Ludwig von Mises y F. A. Hayek, se han considerado kantianos.

Creo que hay un defecto más profundo en el enfoque de Peikoff sobre la historia intelectual que sus errores, por graves que sean, sobre un pensador en particular. Al leer a Peikoff, uno no tiene la sensación de que Kant (o cualquiera de los otros pensadores que condena) estuviera respondiendo a serios problemas intelectuales. Si, por ejemplo, Kant discrepaba de Aristóteles, a Peikoff nunca parece haberle ocurrido la idea de que podría haber tenido algunas razones legítimas para hacerlo. Peikoff nos ofrece una historia de la filosofía sin los argumentos. Alguien lo suficientemente desafortunado como para derivar todo su conocimiento sobre Kant de las páginas de Peikoff, no tendría la menor idea sobre por qué los sucesores de Kant lo consideraron un pensador profundo, en lugar de un defensor de “una teoría pervertida que nadie podía entender”.

Al negarse a considerar argumentos filosóficos para las opiniones que desaprueba, Peikoff es culpable del dogmatismo y pragmatismo que tan rápidamente condena en otros. Dice, en efecto, que hay que mirar las terribles consecuencias de adoptar ciertas doctrinas: Kant conduce a Hitler; por lo tanto, el kantismo debe ser rechazado. ¿Qué es ésto sino una forma particularmente flagrante de pragmatismo, una doctrina que él considera la variedad americana del kantismo?

No debería sorprender que, además de ser radicalmente defectuoso en su tesis, el libro no sea confiable en cuestiones de detalle. Edgar Jung, aquí llamado nazi, fue en realidad un asesor conservador de Franz von Papen, y fue asesinado por los nazis en 1934. Ludwig Klages, aunque en un momento fue miembro del George Kreis, no fue un portavoz filosófico de Stefan George, con quien se peleó. Carl Schmitt nunca fue comunista. Kurt Gödel no hizo la estúpida afirmación de que todos los sistemas matemáticos son inconsistentes. Herbert Spencer no ignoró el hecho de que el hombre vive de la producción, y es capaz de crear cantidades cada vez mayores de riqueza; este hecho se encuentra en la base de su filosofía social. Henry George no era un estatista. Finalmente, lo que se conoce como Renacimiento no fue, al menos según la mayoría de los historiadores, un movimiento principalmente aristotélico; muchas de sus figuras principales, como Marsilio Ficino y Pico della Mirandola, eran de hecho partidarios de una de las bestias negras de Peikoff: Platón. Peikoff podría echar un vistazo a un libro de Ernst Cassirer –filósofo de quien que se burla de pasada–, Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento. Quienes busquen una explicación para Hitler, harían bien en buscar en otra parte. El libro de Peikoff no es más que una defensa estridente y desinformada, no redimida por el humor, el arte o la perspicacia. Leerlo es una tarea ingrata.

 

 

 

Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

David Gordon
David Gordon
David Gordon é membro sênior do Mises Institute, analisa livros recém-lançados sobre economia, política, filosofia e direito para o periódico The Mises Review, publicado desde 1995 pelo Mises Institute. É também o autor de The Essential Rothbard.
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