En tiempos de elecciones, el circo democrático se incendia. Las pasiones políticas e ideológicas están abiertamente inflamadas, y el electorado debate fervientemente cuál de los candidatos es el más adecuado para gobernar. Un gran número de votantes pierde a menudo la razón, y comienza a discutir con vehemencia sobre cuestiones políticas partidistas, entusiasmados y llenos de convicción, a pesar de no obtener absolutamente nada de ello. Y luego, en el día y hora establecidos por el gobierno, cada miembro del rebaño se dirige a su respectivo colegio electoral para votar por su candidato favorito. Básicamente, así es como funciona el ritual democrático en Brasil.
De todas las elecciones municipales que tuvieron lugar recientemente, ninguna generó tanta polémica y discusión como la de la ciudad de São Paulo, cuyas repercusiones se extendieron por todo el país. Un número importante de brasileños de otros estados siguió los debates entre los candidatos a la alcaldía de São Paulo, la ciudad más grande e importante del país. Sin embargo, no entraré en detalles sobre los debates, ni hablaré de Pablo Marçal y la infame silla que le quitó a Datena. Tampoco describiré su vergonzosa escena en la ambulancia o en la cama del hospital. Y definitivamente no voy a hablar de Guilherme Boulos, y mucho menos de Tabata Amaral. Nada de ésto importa, ninguno de estos personajes tiene especial importancia. Lo importante es analizar el espectáculo en sí.
A pesar de toda su mediocridad y su irrelevancia general para el resto del país, la elección de la alcaldía de São Paulo y los debates de candidatos fueron representaciones fieles y magistrales de la política brasileña, sin quitar ni agregar ningún elemento. Nada de ideas originales y cohesivas, racionalidad, pragmatismo o resolución práctica de problemas. Lo que los espectadores vieron fue entretenimiento vulgar y barato, pasiones políticas acaloradas, disputas de personalidad y muestras animales de hostilidad. Fue básicamente una demostración llamativa pero convencional del circo democrático en acción.
En cierto modo, lo que teníamos era la política brasileña en su esencia más plena y robusta. Mentiría si dijera (por lo poco que vi, ya que no sigo los debates políticos) que no lo encontré entretenido. Definitivamente es mucho mejor que cualquier telenovela de O Globo.
Pero ahora pregunto: ¿qué ganaron los votantes con el espectáculo de vulgaridades? Y lo más importante: ¿qué ganaron realmente con ésto los habitantes de la ciudad de São Paulo? ¿Y qué ganarán si el candidato A, B o C ocupa el cargo de alcalde?
La respuesta es bastante obvia. Los ciudadanos no han ganado ni ganarán nada. Así como ningún ciudadano brasileño ganará absolutamente nada cambiando al alcalde de su ciudad, o reeligiendo al actual.
Ésto se debe a que lo único que la población gana efectivamente con la política, es ésto: entretenimiento barato. Y nada más más allá de eso.
Por esta razón, la participación de gente común y corriente, que está excepcionalmente entusiasmada con la política, es injustificable. A menos que se sea candidato a un puesto, como alcalde o concejal, no se ganará absolutamente nada con la política. De modo que todo este compromiso voluntario por parte de la población, es extremadamente irracional. Lo único que demuestran con tal actitud es que son servidores del estado, completamente dispuestos a servir a su amo, sin importar lo que ese amo les exija, o cuánto se proponga explotarlos. Servir al dios estatal supremo y venerable es un fin en sí mismo. En el país de la locura colectiva, está loco quien no se entrega a la servidumbre voluntaria.
La esencia y la naturaleza del estado no cambian nada porque periódicamente unos políticos sean reemplazados por otros. El estado sigue siendo un depredador estacionario que vive de la extorsión, la amenaza de la violencia y el saqueo institucionalizado. Es un parásito chupa sangre voraz, brutal y trastornado. Y definitivamente, no está interesado en beneficiar a los ciudadanos comunes y corrientes. Lo que quiere es mantener su poder para robar legalmente los frutos de su trabajo. El estado quiere mantener la fachada de legalidad de la extorsión institucionalizada llevada a cabo asiduamente contra la sociedad productiva, tanto como quiere mantener un control aparentemente legítimo sobre todos los ciudadanos. Y es precisamente por esta razón que el estado preserva su monopolio sobre la producción de leyes: puede producir –y de hecho, lo hace ininterrumpidamente– un amplio marco legal de jurisprudencia, el que continuamente expande su poder sobre los individuos.
En una democracia, la población puede elegir quién formará parte del gobierno. Cualquiera puede convertirse en parte integral de la mafia. Simplemente postúlese para un puesto público, o participe en una elección. Pero lo cierto es que básicamente nada cambia cuando analizamos el resultado final.
La única ventaja de la democracia es que invita a cualquiera a convertirse en un parásito de tiempo completo, mientras que en una dictadura o monarquía, conseguir un puesto en el gobierno puede ser algo más difícil. Mucho dependerá de las conexiones y recomendaciones de personas que ocupan altos cargos en la jerarquía de mando. Pero la naturaleza esencial del estado nunca cambia; no depende de la forma de gobierno, ya sea monarquía constitucional, democracia liberal, dictadura socialista marxista-leninista o teocracia islámica. Lo que varía es sólo el nivel de opresión ejercida contra la población.
Sin embargo, es en las democracias liberales donde vemos un mayor compromiso (y, en su mayor parte, completamente voluntario) de la población respecto de la elección de los gobernantes. Ésto puede ser explicado porque la democracia es la forma de gobierno más maleable y flexible que existe, en cuanto a un cambio periódico de individuos que ocupan posiciones de poder. Debido a esta maleabilidad, la democracia induce a la casta de vasallos y sirvientes a creer que son libres. Por eso tanta gente habla de “democracia y libertad” como si fueran sinónimos, cuando en realidad no lo son.
De hecho, es precisamente lo contrario. La democracia es una forma de gobierno que puede ser considerada todo lo contrario de la libertad. Nótese que, en ciertos casos, las dictaduras preservaron la libertad más que las democracias. Hubo un grado excepcionalmente mayor de libertad económica en la dictadura de Augusto Pinochet (en Chile) y en la autocracia de Lee Kuan Yew (en Singapur), que el que jamás hubo en Brasil, país en el que la libertad económica es total y absolutamente inexistente, en todos los sentidos posibles e imaginables.
El Brasil actual, con elecciones y cambios periódicos de gobernadores a nivel federal, estatal y municipal, puede ser sin duda considerado una democracia. Pero en Brasil no hay libertad de expresión, libertad económica ni ningún grado de garantía legal para las libertades individuales. En un país donde un comediante es multado con el equivalente de U$S 17.500 por contar un chiste, hablar de libertad de expresión es apuntar a un derecho individual muy alejado de nuestra realidad.
Mucha gente diría que no disfrutamos de libertades individuales porque no vivimos en una verdadera democracia. “La democracia que tenemos es una democracia de fachada”, como seguramente dirían los más fervientes defensores de la democracia. Pero, contrariamente a lo que puedan pensar estos soñadores utópicos, en realidad no tenemos libertad precisamente porque somos una democracia, en el sentido más amplio del término. La democracia promueve lenta y gradualmente la erosión de las libertades individuales y la imparable expansión del estado. Ésto es inevitable, al ser parte inherente del proceso democrático, el que está constantemente produciendo, aprobando e implementando inútiles e innecesarias leyes en todo momento, de manera continua, incesante e ininterrumpida. Y cuantas más leyes, reglamentos, decretos y ordenanzas son implementadas, más libertad se desgarra y se destruye.
De hecho, la democracia es, objetivamente, una de las mejores y más eficientes formas de promover la erradicación gradual y sumaria de la libertad. Sin embargo, la supresión de las libertades individuales, inevitable en cualquier democracia, se produce de forma tan gradual, que la mayoría de la gente ni siquiera se da cuenta. Sin embargo, un análisis del mantenimiento de las libertades individuales dentro de las democracias constitucionales modernas, muestra efectivamente cómo esta forma de gobierno es drásticamente nociva y perjudicial para la libertad. Ésto está muy bien ejemplificado en países que, técnicamente, deberían ser ejemplos de libertad –como Estados Unidos y Suiza–, pero que en realidad son todo lo contrario: son ejemplos magistrales del totalitarismo político moderno, lo que es inevitable en una democracia.
Lamentablemente, a pesar de su deplorable naturaleza autoritaria y profundamente hostil hacia el individuo, la democracia sigue siendo ostensiblemente promovida como la mejor forma de gobierno que existe. Muchos políticos, burócratas y demagogos la han convertido en religión. Hablan de la democracia como si fuera lo más sagrado del mundo, algo que hay que proteger con fervor y devoción, como si realmente fuera una forma de gobierno excepcional y única. Defender la democracia confiere crédito social y una considerable fachada de benevolencia a quienes lo hacen, y este recurso es constantemente explotado por los demagogos populistas para adquirir capital político e ideológico.
Sin embargo, cuando analizamos y estudiamos qué es realmente una democracia liberal, nos damos cuenta de lo incompatible que es hablar de democracia y libertad. Son dos cosas completamente diferentes, que no tienen absolutamente ningún parecido, ni siquiera en el más mínimo grado.
Sin embargo, el interés y el compromiso voluntario de una parte de la población en la reestructuración periódica del estado, sólo muestra cuán fácilmente las personas son manipuladas por la ingeniería social que lleva a cabo el depredador estacionario, con el objetivo de inducir a la gente a la servidumbre voluntaria. Y es importante entender que el éstado sólo hace esto, porque los programas de adoctrinamiento sistemático tienen un alcance más amplio y son más baratos, que la represión violenta. Después de todo, la opresión sumaria llevada a cabo contra ciudadanos comunes y corrientes, compromete la “buena” reputación del gobierno, expone la naturaleza sanguinaria del estado, y genera resentimiento.
Es cierto que el estado no duda en recurrir a este artificio siempre que lo considera necesario, y que muchas veces provoca víctimas mortales en el camino. Pero el adoctrinamiento sistemático y la manipulación ideológica siempre serán las herramientas preferidas de las autoridades en una democracia, porque además de su amplio alcance, no comprometen la reputación del estado de dominación integral e irrestricta, ejecutada de manera sutil y discreta. De hecho, la forma en que los principales medios corporativos inducen a la población a un grado implacable de pasividad y sumisión, revela mucho más sobre las estructuras de poder reales de las democracias occidentales contemporáneas, que cualquier clase de ciencia política.
Para concluir, la verdad es que el ciudadano medio no tiene absolutamente nada que ganar con la política, y participar voluntariamente en una actividad tan vil y degradante, sólo demuestra que quienes lo hacen carecen considerablemente de inteligencia. Se trata de personas que definitivamente vieron sus capacidades cognitivas completamente desmanteladas por el adoctrinamiento sistemático perpetrado por el depredador estacionario.
Los electores no se dan cuenta de la paradoja de la situación en que se encuentran: creen ser libres, pero voluntariamente adorarán y venerarán a la institución que los esclaviza, ofreciéndose a honrar y celebrar a los verdugos que los extorsionarán y restringirán sus libertades individuales con leyes severas y draconianas.
Ahora bien, si estas personas son verdaderamente libres, ¿por qué no dejan de votar? ¿Por qué no dejan de pagar impuestos? ¿Por qué obtienen una licencia de conducir, en lugar de simplemente conducir por donde quieran? La gente común hace todo ésto porque no es verdaderamente libre; simplemente está adoctrinada para creer que lo es. La prisión más eficiente es aquélla en la que los presos no tienen la percepción de que están encarcelados. Después de todo, si no se dan cuenta de que están atrapados, los esclavos no se levantarán ni lucharán por su libertad.
En las condiciones actuales, la población seguirá manifestando su pasividad, obediencia y sumisión. Las elecciones lo demuestran perfectamente. En consecuencia, el gobierno no tendrá que preocuparse por levantamientos o rebeliones populares. De hecho, el adoctrinamiento sistemático y el lavado de cerebro son los métodos más eficaces para mantener a una población bajo control. La participación voluntaria de una porción considerable de la población en la política, muestra efectivamente cómo el adoctrinamiento estatal es eficiente y funciona muy bien.
La verdad es que la política es un culto que celebra al estado, y la servidumbre voluntaria muestra la eficacia del lavado de cerebro y de la ingeniería social a la que está sometida la población. Adoran su propia sumisión, la llaman compromiso político, y se consideran individuos que ejercen plenamente su ciudadanía. No se dan cuenta de que no son más que gente pobre, explotada y saqueada, que viven como rehenes de un sistema verdaderamente despótico y opresor, que los ve como ganado en un corral. ¿Y qué hace el ganado? Por su propia voluntad, adorará a cualquiera que quiera llevarlo al matadero.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko