Cualquiera que haya estudiado estrategia militar sabe perfectamente lo que significa la expresión “guerra por poder”. Cuando dos potencias políticas enemigas no desean el enfrentamiento directo, buscan países aliados que puedan servir como anfiteatro militar para su Casus Belli. Se involucran, pues, en un conflicto que, por sangriento y mortífero que sea, no implica ningún tipo de confrontación directa.
Éste fue el caso, por ejemplo, durante la llamada “Guerra Fría”, expresión completamente engañosa, basada en la falsa prerrogativa de que las superpotencias en competencia de la época –los Estados Unidos y la Unión Soviética–, no se enfrentaban en ningún conflicto militar. De hecho, las fuerzas armadas estadounidenses no llevaron a cabo ninguna incursión militar en territorio soviético, así como el Ejército Rojo nunca intentó invadir los Estados Unidos.
Pero en la segunda mitad del siglo XX, los Estados Unidos y la Unión Soviética se enfrentaron de todas las formas que podamos imaginar: compitieron económica y culturalmente, ambos ampliaron su influencia geopolítica y ambos lucharon en conflictos armados, utilizando la estrategia militar de guerra por poder. La verdad es que la Guerra Fría fue todo menos fría, como falsamente sugiere el nombre.
Recordemos que fue durante la Guerra Fría cuando tuvieron lugar dos conflictos militares excepcionalmente sanguinarios y mortíferos: la Guerra de Corea y la Guerra de Vietnam. Ambas guerras –a pesar de sus resultados drásticamente diferentes– tuvieron un contexto histórico y geopolítico muy similar. Ambas naciones (Corea y Vietnam) estaban divididas. Y, en ambos casos, el norte comunista (que, informalmente, era una especie de protectorado soviético) invadió el sur, políticamente alineado con los Estados Unidos, con el objetivo de anexionarlo.
En el caso de la Guerra de Corea, el norte comunista no logró anexar al sur (después de casi lograrlo). Afortunadamente, la parte sur de la Península de Corea logró seguir siendo un país independiente, quedando así completamente libre del control de los comunistas del norte. En el caso de Vietnam, el resultado fue el opuesto. El norte comunista logró anexar al sur. En consecuencia, el país se unificó, y todo el territorio vietnamita se convirtió en una dictadura comunista totalitaria. La tragedia que siguió a la anexión fue dramática. Miles de vietnamitas huyeron del país, y algunos incluso se ahogaron cuando huyeron en precarias embarcaciones que se hundieron. Estos miles de refugiados llegaron a ser conocidos como Boat People.
Tanto la Guerra de Corea como la Guerra de Vietnam son excelentes ejemplos de guerras por poder. Ambos casos representan estados satélites que fueron apoyados por superpotencias en competencia. Mientras que la Unión Soviética brindó apoyo logístico y estratégico al Vietnam socialista y a la Corea del Norte comunista, Estados Unidos brindó apoyo militar a la Corea democrático-liberal del sur, y de la misma manera hizo todo lo que estuvo a su alcance para proteger a Vietnam del Sur de los comunistas del norte. Sin embargo, en estas dos guerras Estados Unidos y la Unión Soviética se enfrentaron con brutalidad y truculencia –aunque no directamente. Utilizaron militarmente a otros países como campos de batalla para mantener (e intentar expandir) sus zonas de influencia.
Las superpotencias han utilizado guerras por poder en el pasado, porque se dieron cuenta de que los costos –tanto en términos económicos como humanos– de un conflicto directo, serían demasiado altos. Así, ambos lucharon por ampliar sus zonas de influencia geopolítica en todos los frentes posibles, pero siempre adaptándose a las circunstancias y demandas regionales. Cuando se presentó la oportunidad de un conflicto armado, ambas potencias utilizaron proxys para preservar y defender sus zonas de influencia, y luchar por sus intereses. Ninguno de ellos huyó del conflicto ni intentó evitarlo.
Resulta que, al igual que las guerras, la política no es más que un intento por controlar a todas las personas en una sociedad o país determinado. Sin embargo, la política busca lograr ésto sin imponer la brutalidad y la violencia abiertas contra aquéllos.
La verdad es que la política y la guerra no son tan diferentes. Tienen más similitudes que diferencias. Sólo en la escala y extensión de la violencia empleada, la política es más “benevolente” que la guerra. La política produce menos muertos y heridos, pero no deja de ser una variante de la guerra, ya que sigue exactamente la misma lógica: dominar y controlar a todas las personas en un territorio determinado. De hecho, ambas tienen el mismo propósito: un grupo de personas (los que están en el poder) pretenden mandar y controlar a todas las personas en una jurisdicción determinada.
Debido al adoctrinamiento colectivo promovido por la democracia, la masa de votantes cree que tiene tanto derecho legítimo a controlar a la sociedad como la élite de gobierno. Pero el electorado, compuesto básicamente por ciudadanos comunes y corrientes, no tiene ni la autoridad ni el poder para hacerlo. En consecuencia, los votantes intentan ejercer este control a través del estado mediante el voto democrático.
En otras palabras, intentan ejercer una especie de tiranía por poder sobre la sociedad. Como los votantes no pueden controlar directamente a la sociedad porque no tienen el poder ni la autoridad para hacerlo, intentan elegir políticos que prometan implementar ciertas formas de control. Cada grupo de votantes intentará elegir a los políticos que mejor represente sus preferencias ideológicas y aspiraciones dictatoriales.
Básicamente, lo que hacen los votantes es intentar utilizar al estado para controlar las vidas de personas que ni siquiera conocen. Como en su gran mayoría, los votantes son ciudadanos comunes y corrientes, completamente desprovistos de autoridad y poder, lo que hacen es utilizar al estado y a la democracia para tratar de satisfacer sus fetiches de poder y control sobre los demás.
Así, los grupos votan por políticos según sus preferencias personales. Y el grupo victorioso es el que podrá utilizar la violencia estatal para imponer sus preferencias a toda la sociedad, disfrutando de legitimidad política para respaldar la demonización de los perdedores, teniendo competencia legal para castigar a todos aquéllos que deliberadamente se nieguen a seguir las reglas impuestas.
En resumen, lo que los grupos hacen no es más que tiranía por poder. La política es simplemente un fetiche utilizado por psicópatas, que han encontrado en el estado y en la democracia las herramientas que tienen a su disposición, para intentar ejercer control sobre todos los miembros de la sociedad.
Estas personas utilizan el autoritarismo estatal para redimirse de su propia insignificancia. El razonamiento utilizado por los idólatras del estado es básicamente el siguiente: “Como no puedo ordenar a otros, voy a intentar utilizar al estado para obligar a la gente a hacer lo que quiero y seguir mi ideología”.
De hecho, el estado y la democracia son los recursos disponibles para los mediocres e insignificantes aspirantes a tiranos (dispersos entre los votantes), para que puedan intentar satisfacer sus fetiches de control autoritario sobre las masas, al mismo tiempo que cultivan la ilusión delirante de que su ideología favorita es la mejor que existe y que “salvará” a la sociedad.
Si se trata de un votante de izquierda, el sujeto cree con convicción que la sociedad alcanzará la ilustración secular y la clarividencia científica, gracias al grupo de políticos que él puso en el poder mediante el voto. Si es un votante de derecha, el sujeto se engaña a sí mismo creyendo que la civilización volverá al elegante y nostálgico patrón tradicionalista de la década de 1950, y así la sociedad se salvará de la degeneración y del hedonismo.
La verdad es que la mayoría de las personas que dicen tener “mentalidad social” o “conciencia política”, no entiende en realidad lo que eso significa. Si la mayoría de la gente realmente quisiera cambiar algo, comenzarían en su propio patio trasero, tratando de ejercer alguna influencia benigna en la comunidad local, utilizando sus propios recursos para lograr cambios edificantes y positivos.
Ninguno de nosotros puede realmente cambiar el mundo, pero podemos tomar medidas positivas a nivel local, a través de la caridad, el mercado, la libre empresa y la asociación voluntaria. La ilusión megalómana de que cualquiera de nosotros –o de que nuestras elecciones y preferencias personales– tenga alguna importancia a nivel nacional, es una fantasía tan delirante que sólo la demagogia populista, hiperbólica e histriónica del gobierno federal es capaz de alimentar. La verdad es que no tiene ningún sentido saber quién es el presidente de su país, si no sabe quién es el alcalde de su ciudad. La preocupación por lo macro no tiene ningún sentido. Sin embargo, la participación personal a nivel micro puede generar alguna diferencia positiva a nivel local.
De cualquier manera, los gobiernos políticos no son más que brutalidad y violencia institucionalizada. Y no son instrumentos legítimos para intentar lograr ningún tipo de cambio, especialmente cambios que se producen mediante la coerción, la acción violenta y la falta de respeto por las preferencias individuales y la autodeterminación.
Repito: la política es tiranía por poder. La política no es una forma ética, funcional o civilizada de conciliación entre individuos o entre diferentes segmentos de la sociedad. De hecho, la política fomenta los conflictos mucho más que lo que propicia la conciliación. La conciliación sólo puede existir mediante la determinación individual, y surge como consecuencia de la colaboración voluntaria entre los individuos, a través de un correcto sistema de estímulos y recompensas proveniente del orden natural. Lo que hace la política es reemplazar los estímulos correctos del mercado y la interacción voluntaria, con los estímulos malignos de la coerción colectiva y el expolio institucionalizado.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko