En Contra el Estado, Lew Rockwell enfatiza que el ataque del estado contra nuestras libertades no es simplemente “el producto de disfunciones temporales. Al contrario, el estado es perverso por naturaleza”. Rockwell muestra que el estado se basa en la coerción y mantiene su poder mediante el uso de la fuerza.
En los últimos años, tras el auge del ecologismo, el “seguridadismo” en materia de salud pública, y la guerra contra el “odio”, las intervenciones estatales han invadido aún más la vida privada y familiar. Contra el Estado muestra que estas intervenciones no sólo son coercitivas sino también antihumanas, al priorizar sus objetivos por encima de la vida humana. Un ejemplo sorprendente de ésto fue la política de cierre de escuelas y parques infantiles durante los confinamientos, argumentando que los niños son resilientes y, por tanto, no hay razón por la que el estado no deba mantenerlos bajo arresto domiciliario durante varios meses de sus vidas.
Otro ejemplo es la priorización de las necesidades de los gigantes socializados de la medicina, como el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido: la periodista británica Sherelle Jacobs comenta que “con el NHS gastando ahora más que eso en Educación, Transporte, el Ministerio del Interior y Defensa juntos , podría decirse que Gran Bretaña es ahora simplemente un servicio de salud vinculado con un estado”. De manera similar, en Canadá la atención médica privada está prohibida, y a los ciudadanos que luchan por hacer frente a la vida, se les ofrece asistencia estatal para suicidarse.
Con el estado alborotado imponiendo el “bien público”, sus defensores no ven la necesidad de limitar el poder que se le confiere para lograr ese objetivo –después de todo, si el objetivo es noble y digno, ¿por qué debería haber límites al poder para obtenerlo? De esta manera se extingue el ideal del supuesto gobierno limitado.
Rockwell también destaca el hecho de que el estado crea los mismos problemas para los que luego se dice que necesitamos el poder estatal para resolverlos:
El estado no es un observador neutral. Aprobará legislación medioambiental. Regulará las relaciones entre razas y sexos. Derribará esta religión para levantar aquélla. En cada caso, la intervención sólo exacerba los conflictos, lo que a su vez crea la impresión de que realmente hay un inevitable conflicto en juego.
Un ejemplo de intervenciones estatales que alimentan el conflicto es el status de protección otorgado a diferentes grupos en función de su identidad; en particular raza, sexo, religión y género.
Conflicto identidad-grupo
La legislación sobre derechos civiles y derechos humanos ha conferido “derechos” mutuamente conflictivos a diferentes grupos de identidad, y esta legislación, a su vez, ha generado instituciones millonarias dedicadas a litigar y hacer cumplir estos derechos. Estas instituciones suelen estar financiadas por el estado como parte de sus esfuerzos por promover la “igualdad de oportunidades”. Las actuales guerras de género, por ejemplo, están impulsadas en gran medida por los “terrenos protegidos” asignados tanto a mujeres como a hombres que han reasignado su identidad para convertirse en “mujeres” mediante un concepto legislativo conocido como “sexo legal”. Ambos grupos están legalmente protegidos contra la discriminación y el acoso sobre la base de su status de protección, y la definición legal de acoso pone a cada grupo en conflicto directo con el otro. En Escocia, cada grupo tendrá ahora poder para encarcelar al otro grupo por acosarlo, ya que el odio a las personas transgénero está incluido en la nueva ley sobre delitos de odio, y se están llevando a cabo discusiones para incluir la misoginia.
Tal como son definidos, los derechos legales conferidos a ambos grupos de mujeres (o mujeres putativas) son mutuamente excluyentes. En el Reino Unido, el acoso es definido como una conducta no deseada relacionada con una característica protegida, que tiene el propósito o efecto de violar la dignidad de la persona o crear un ambiente intimidante, hostil, degradante, humillante u ofensivo para esa persona. En Estados Unidos, la Comisión para la Igualdad de Oportunidades en el Empleo define el acoso como una “conducta no deseada” hacia miembros de grupos protegidos “que una persona razonable consideraría intimidante, hostil o abusiva”; y las protecciones de los derechos civiles estadounidenses basadas en la discriminación sexual son interpretadas como incluir el sexo, la orientación sexual y la identidad de género.
La política de igualdad en el Reino Unido confiere a las mujeres el derecho a que los baños de mujeres sean espacios exclusivos para mujeres, y el derecho a ser protegidas contra el uso de baños de mujeres por parte de los hombres y, al mismo tiempo, confiere a los hombres el derecho a reasignar su género, a recibir una certificación legal de que ahora son mujeres y estar protegidos contra el acoso si intentan utilizar los baños de mujeres. El resultado de las guerras de los baños es inevitable –un conflicto entre ambos grupos “protegidos” por el estado, ya que cada grupo considera que el otro está creando un ambiente hostil para su propio grupo, y presiona al gobierno para que intervenga más en su nombre. Las escuelas y empresas se ven obligadas a buscar “orientación” del gobierno sobre el diseño y la construcción de baños. El gobierno exige que las oficinas gubernamentales tengan “baños diferenciados por sexo” para mujeres y, al mismo tiempo, declara que los empleados del gobierno “podrían enfrentarse a medidas disciplinarias si se oponen a que sus colegas nacidos de sexo masculino utilicen baños diferenciados por sexo”. Ésto se debe a que, por supuesto, tanto las mujeres como las “mujeres nacidas de varones” tienen derecho a ir al baño que elijan.
¿Quién se beneficia de esta escalada del conflicto intergrupal? Rockwell muestra que sólo el estado gana. El poder del estado ha crecido exponencialmente y ahora nada –ni siquiera las funciones personales más mundanas– puede lograrse sin la guía del estado. Ésto sigue siendo cierto incluso para el grupo que se beneficia con el resultado de una decisión particular del estado. Como observa Rockwell:
¿Pero quién es el verdadero ganador en este juego? El estado y sólo el estado. Al pretender ser el gran árbitro social, acumula más poder para sí mismo y deja a todos los demás con menos libertad para resolver sus propios problemas. Y aquí está el verdadero problema del racismo o de cualquier “ismo” que no comprenda la capacidad de la sociedad libre para resolver sus propios problemas mediante el intercambio y el beneficio mutuo.
Anarquía
En Contra el Estado, Rockwell pregunta: “En lugar de confiar nuestra protección a un estado depredador, ¿por qué no confiar en la cooperación pacífica de las personas en un mercado libre?” Sostiene que “debido a su naturaleza, el estado no puede ser justo” y, por lo tanto, la justicia exige que se prescinda del estado y de todas las instituciones estatales.
La reacción habitual a esa propuesta es que los escépticos se pregunten cómo podría funcionar la sociedad sin un estado. La filosofía política de la anarquía aborda las preocupaciones sobre la inevitabilidad y la indispensabilidad del estado. Gerard Casey define la anarquía como “el rechazo de cualquier forma de dominación no voluntaria de una persona o grupo de personas por otra”. Basándose en una investigación histórica, Casey rechaza el mito de que el estado es una asociación voluntaria, cuyo poder está justificado por el consentimiento de sus ciudadanos. Casey sostiene que, por el contrario, los estados surgen de historias de violencia, guerra y conquista, y se caracterizan por dos rasgos principales: “el monopolio de la violencia” y “la extracción coercitiva de impuestos”. En ese contexto, observa que “la anarquía es la posición en la que naturalmente se encuentran los miembros de una sociedad cuando no están sujetos al poder de un estado”. Además, Casey muestra cómo los individuos y las agencias privadas pueden lograr objetivos sociales que actualmente se supone que sólo el estado puede lograr, argumentando que los servicios públicos, incluidos “la justicia, la ley y el orden, pueden ser proporcionados sin estado”.
Contra el Estado argumenta que en una sociedad libre, la mayoría de los problemas serían resueltos por el mercado. Por ejemplo, es evidente que el racismo o cualquier otra forma de “odio” no podría proliferar por sí solo sin estar impulsado por una legislación impuesta por el estado. Excepto en los casos en que la ley prohíbe a las personas interactuar entre sí, “el mercado siempre tiende a unir a las personas en paz, sin obligar ni prohibir los intercambios”. Ésto no significa que no habría racistas en una sociedad libre, sino que en una sociedad libre los racistas no tendrían poder para impedir que otras personas entren en intercambios de mercado entre sí. Un racista puede negarse a comerciar, pero no puede obligar a otros a negarse a comerciar. El hecho de que el racismo no pueda proliferar por sí solo sin que el estado lo imponga, explica por qué tanto los sistemas Jim Crow [leyes segregacionistas estatales y locales de Estados Unidos, promulgadas a fines del siglo XIX por las legislaturas estatales sureñas] como el apartheid no se propagaron mediante el “odio”, sino mediante un sistema de legislación basada en la raza, respaldada por la fuerza estatal. La segregación racial en estos sistemas era un requisito legal, no un movimiento orgánico difundido por enemigos. La noción que ahora anima los “crímenes de odio”; es decir, que la proliferación del odio es una amenaza contra la cual todos necesitamos protección estatal, es simplemente otra estrategia más para maximizar el poder estatal.
Por estas razones, Casey rechaza por completo el estado, argumentando que “el único modo de organización social que es éticamente aceptable es aquél que respeta nuestra libertad; es decir, la anarquía … la anarquía no es caos, desorden o alboroto, sino el orden espontáneo que surge de interacciones humanas libres y mutuamente aceptables”.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko