El distribucionismo atrajo considerable atención durante las décadas de 1920 y 1930 entre las personas que deseaban aplicar la enseñanza social católica, a la economía capitalista moderna, y recientemente ha experimentado un resurgimiento. La aparición de The Political Economy of Distributism es particularmente bienvenida para quienes buscan más información sobre el distribucionismo.
El autor del libro, Alexander William Salter, economista que enseña en la Universidad Tecnológica de Texas, es partidario del libre mercado, pero también simpatiza con el distribucionismo, y los lectores no podrían pedir una mejor guía. Si después de leer el libro encontramos menos valor en varias propuestas distribucionistas que las halladas por Salter, no es por falta de esfuerzo de su parte para presentarlas lo mejor posible.
Hilaire Belloc (1870-1953) y G. K. Chesterton (1874-1936) son los dos distribucionistas más conocidos, y después de presentar brevemente el movimiento distribucionista, Salter dedica dos capítulos a cada uno. También incluye dos capítulos sobre Wilhelm Röpke (1988-1966) quien, aunque no era distribucionista, fue influenciado por el movimiento y puede ser visto como su impulsor. Salter también tiene un capítulo breve y útil sobre la enseñanza social católica (con la que simpatiza, aunque es católico ortodoxo, no romano); un capítulo que evalúa el distribucionismo a la luz de la economía política contemporánea; y una conclusión que sugiere formas de avanzar más en el proyecto distribucionista.
Los distribucionistas quieren que la tierra agrícola esté ampliamente disponible, y se oponen al control de la economía por parte de empresas capitalistas monopólicas. Aunque en sus críticas al capitalismo monopólico pueden sonar como marxistas, los distribucionistas se oponen al socialismo y al estado de bienestar, sobre los que sostienen que son hostiles a la personalidad humana y a la familia. Salter escribe:
Belloc ve varias propuestas de bienestar social, como el seguro obligatorio y los salarios mínimos, como inherentemente serviles. Cada una de estas propuestas consagraría aún más en la ley la distinción entre las clases empleadora y empleada. Las categorías jurídicas impondrían a los capitalistas el patronazgo, y a los proletarios el clientelismo, situación que guarda un sorprendente parecido con el servilismo del mundo antiguo. La sociedad occidental había avanzado del status al contrato; el espíritu de estas leyes la empuja hacia atrás.
Aunque, como nos recuerda Salter, F. A. Hayek cita a Belloc en Camino de servidumbre, su análisis del capitalismo es deficiente, y Salter es muy consciente de ello: “Belloc sostiene que la carrera entre productores para extraer ‘plusvalía’ de los trabajadores crea necesariamente un caos industrial”. Además, como los trabajadores no tienen acceso a los recursos productivos, sostiene Belloc, deben aceptar los duros tratos que les ofrecen los empleadores capitalistas y, por lo tanto, son explotados. Como señala Salter, no hay base para la opinión de que el trabajo es la única fuente de valor productivo, y que el ingreso de los terratenientes y de los capitalistas proviene de la “plusvalía” que es extraída de los trabajadores:
La teoría económica standard que explica lo que el trabajo gana en el mercado (junto con el capital y la tierra), es la teoría de la productividad marginal. En resumen, los factores de producción reciben el valor que aportan al proceso de producción … Si los trabajadores estuvieran sistemáticamente mal remunerados (se les pagara menos que el valor que añaden al proceso productivo), las empresas tendrían la oportunidad de contratar trabajadores con un salario ligeramente superior, privando a las empresas que pagan menos de una fuente de beneficios, y apoderándose de esos beneficios.
Belloc respondería que los monopolios capitalistas no están sujetos a presiones competitivas para aumentar los salarios (es decir, en el lenguaje de la teoría moderna de precios, tienen poder de “monopsonio”). Pero como señala Salter:
Aunque no hay nada malo en los modelos de negociación en contextos laborales específicos, ésto en sí mismo no significa que una de las partes pueda dictarle los términos a la otra. Ni los empleadores ni los empleados son inmunes a las represalias. La existencia de alternativas factibles hace que las tácticas de mano dura sean imprácticas para cualquiera de las partes.
Aunque Salter es plenamente consciente de las deficiencias del análisis del libre mercado de Belloc, lo defiende con un argumento débil. Salter sugiere que, aunque muchas de las intervenciones que Belloc promueve en el mercado pueden reducir la prosperidad, vale la pena pagar el precio porque es deseable que la gente tenga un amplio acceso a los recursos productivos:
Una manera de interpretar a Belloc es que quiere decir que los precios bajos de los bienes de consumo en el capitalismo no reflejan los costos totales de su producción. Es posible que estemos renunciando a menos recursos económicos para producir estos bienes en el capitalismo que en el distribucionismo, pero estamos consumiendo más recursos políticos, y ésto no se refleja en el proceso de fijación de precios. Los precios bajos del capitalismo no tienen en cuenta el hecho de que los métodos de producción utilizados, al concentrar la propiedad en manos de unos pocos, dan como resultado una pérdida generalizada de libertad … La economía capitalista tiene externalidades políticas: esta es la afirmación de Belloc expresada de la manera más concisa posible.
Sin justificación adecuada, ésto supone que quienes no tienen recursos productivos pero quieren adquirirlos, no podrían hacerlo en el mercado libre. Si usted es un trabajador industrial y quiere comprar una granja, ¿qué le impide hacerlo? ¿Es el alto precio? ¿Qué le impide entonces unirse a otros trabajadores para pagarla? ¿La cuestión es que podemos imaginar circunstancias en las que el precio de la tierra sería más bajo? Si es así, la tarea de Salter es describir estas circunstancias y establecer su relevancia normativa.
Sospecho que el argumento clave no es que los trabajadores no puedan adquirir tierras en un mercado libre, sino que no han estado dispuestos a pagar el precio. Si los trabajadores no quieren convertirse en agricultores, al menos un gran número de ellos debería quererlo. Salter podría decir que ésto no es una mera preferencia subjetiva, sino que representa la aplicación de la ética de la ley natural tomista al capitalismo contemporáneo (véase en este sentido las interesantes observaciones de Salter sobre el libro de Mary Hirschfeld Aquinas and the Market). Desde un punto de vista rothbardiano, el problema de esta afirmación es que las personas que no quieren ser agricultores independientes no están violando los derechos de nadie, y no pueden ser obligadas a convertirse en agricultores.
Las críticas al argumento sobre la supuesta falta de acceso a los recursos productivos se aplican también a Chesterton y Röpke. Al igual que Belloc, Chesterton quería interferir en el libre mercado para promover los resultados que creía mejores. Las leyes que imponían impuestos a las cadenas de tiendas, por ejemplo, no restringían “realmente” la libertad. Salter reconoce que es absurda la justificación de Chesterton para estas leyes y otras similares, y que Chesterton sabía poco de economía. Röpke, un economista profesional destacado, defendió con fuerza las virtudes de la libertad económica, pero a veces no resistió la tentación de modificar el libre mercado para promover el tipo de pequeñas comunidades que consideraba mejores.
Salter está fascinado por el estilo de Chesterton, y con razón llama la atención sobre su magnífico homenaje a la familia. Salter fue capaz de utilizar la paradoja para arrojar una luz inesperada sobre ciertas cuestiones, como en su magnífica demolición de la eugenesia (para un excelente análisis de Chesterton como escritor, véase Paradox in Chesterton, de Hugh Kenner.) Espero que muchos lectores del relato de Salter se animen a leer a Chesterton. De ninguna manera deseo emular al “Don remoto e ineficaz / que se atrevió a atacar a mi Chesterton” del que escribió Belloc.
Salter espera que el distribucionismo se convierta en un programa de investigación progresista pero, por razones mejor explicadas en el artículo de Thomas Woods “What’s Wrong with ‘Distributism’”, ésta es una esperanza que no puedo compartir. Una balada popular después de la Primera Guerra Mundial preguntaba: “¿Cómo vas a mantenerlos en la granja / después de que hayan visto a Paree?”, y no creo que los distribucionistas tengan una buena respuesta.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko