Sabemos que la izquierda política se presenta como un programa político popular, que apoya al proletariado y a la clase trabajadora. Sus discursos ideológicos están generalmente dirigidos a personas de las clases más desfavorecidas de la sociedad, con la promesa de una lucha constante contra la opresión capitalista y contra la explotación promovida por la clase burguesa, propietaria de los medios de producción. Pero tampoco es nada nuevo que, cuando está en el poder, el modus operandi de la izquierda contradice a menudo a la mayoría de los principios contenidos de su programa ideológico.
En los círculos de “avisados”, escuchamos a menudo el consejo de que un hombre no debe prestar atención a lo que dice una mujer, sino más bien a sus actitudes, su comportamiento y su conducta (que a menudo son contradictorias). Sin embargo, ésto se aplica a muchas otras áreas de actividad e interacción social, siendo particularmente notable en la política. Tanto la izquierda como la derecha suelen defender ciertas agendas cuando están en campaña electoral, pero actúan de maneras completamente diferentes cuando están en el poder.
Por lo tanto, debemos asimilar siempre con cinismo y desconfiar de todo lo que los candidatos prometen durante sus campañas electorales, estando plenamente seguros de que, cuando estén en el poder, muy posiblemente tomarán acciones que estarán en clara contradicción con sus promesas. De hecho, la volatilidad inherente del sistema político hace que elementos como la imprevisibilidad y la inestabilidad sean prácticamente inevitables.
Así, es natural que tanto la derecha como la izquierda defiendan ciertos principios en sus programas ideológicos, pero cuando llegan a ocupar el poder, por una serie de razones y motivos –que no siempre pueden ser reducidas simplemente a cuestiones como la hipocresía y el oportunismo–, pueden acabar tomando decisiones y estableciendo decretos completamente diferentes a sus posiciones originales.
Respecto de la izquierda, todos sabemos perfectamente cuál es su agenda ideológica. La izquierda defiende agendas como el igualitarismo, el feminismo, la lucha contra el patriarcado y el apoyo a la causa de los trabajadores, entre otras. Sin embargo, en referencia al consejo mencionado anteriormente, no debemos prestar atención a lo que la izquierda promete hacer cuando está en campaña, sino a lo que realmente hace cuando está en el poder.
Teniendo ésto en cuenta, podemos decir que Venezuela y Argentina son, muy probablemente, los mejores ejemplos a analizar de lo que hace la izquierda cuando toma el control del gobierno de un país, teniendo plena licencia para implementar sus agendas ideológicas. Probablemente lo que más resalta en estos dos casos es el nivel excepcionalmente alto de pobreza y miseria que la izquierda ha causado en estas dos naciones sudamericanas.
El empobrecimiento generalizado de la población en estos dos países muestra enfáticamente el nivel de destrucción que la izquierda es capaz de causar cuando está en el poder. De hecho, el izquierdismo se define mejor como una tragedia política. La combinación perfecta de estupidez, ignorancia económica, intransigencia revolucionaria, fanatismo ideológico y expectativas utópicas totalmente desconectadas de la realidad.
Los ejemplos de Venezuela y Argentina son emblemáticos de lo que la izquierda es realmente capaz de hacer cuando es omnipotente en una sociedad. La destrucción está ahí. Nadie puede dudarlo, o decir que no sucedió. Los pocos izquierdistas que hacen un mea culpa suelen dar esa vieja excusa que todos conocemos y estamos cansados de escuchar: “Eso no es el verdadero socialismo”. Cuando, en realidad, sabemos que no sólo es, de hecho, verdadero socialismo, sino que también es el resultado de la aplicación metódica, minuciosa e impecable del socialismo, en su vertiente ideológica más despiadada y saturada de fanatismo.
Como es habitual, después de que la izquierda causó toda la destrucción, decide fingir que nada de eso existió ni sucedió. Cuando se permite que se discuta el problema, la militancia culpa del fracaso al neoliberalismo, al capitalismo o al imperialismo estadounidense. Evidentemente, la izquierda nunca asume la culpa de la destrucción que perpetra. Elude responsabilidades, y para ello utiliza todo tipo de malabarismos teóricos e ideológicos.
Por supuesto, no todos los activistas de izquierda pueden ser categorizados como personas esencialmente malévolas, dictatoriales y oportunistas (aunque algunos de ellos lo son, de hecho). Muchas de estas personas son simplemente obtusas desde el punto de vista económico y, en consecuencia, ignoran sumariamente lo que es realmente capaz de producir prosperidad en una nación. Debido a ésto, no saben qué elementos son esenciales en una sociedad para producir desarrollo. Piensan que el gobierno puede crear riqueza por decreto, que la varita mágica presidencial anula la ley fundamental de la escasez, y que una dirección central de burócratas es capaz de tomar decisiones de manera mucho más eficiente que el resto de la sociedad.
Sabemos que los activistas de izquierda creen en la teoría marxista, en gran parte, porque fueron adoctrinados por ideólogos políticos. Y, como resultado de su intransigencia y fanatismo ideológico, estas personas se niegan descaradamente a aprender economía cuando alguien intenta enseñarles.
En consecuencia, resulta natural que la izquierda política persista en aplicar fórmulas económicas condenadas al fracaso. Por eso, los casos venezolano y argentino son tan interesantes de ser estudiados. Son representativos del grado absurdo de regresión y miseria que la izquierda es capaz de ocasionar, cuando goza de plenos poderes. El enorme potencial económico de los dos países analizados hace que esta tragedia sea aún más difícil de digerir. Sin embargo, hemos aprendido a nunca subestimar la capacidad altamente destructiva de la izquierda.
Si le digo que en los años 1970 Venezuela estaba entre los diez países más ricos del mundo, y que entre finales del siglo XIX y principios del XX, Argentina era vista como un potencial rival de Estados Unidos, ¿Ud. me creería? Bueno, créame: Argentina y Venezuela alguna vez estuvieron entre los países más ricos, más desarrollados y más prometedores del mundo. Estas fueron naciones que sirvieron como destino final para cientos de miles de inmigrantes de innumerables nacionalidades, quienes vieron en ambas excelentes oportunidades económicas para prosperar, formar una familia y acumular riqueza.
Hoy, sin embargo, es imposible hacer ninguna de estas cosas. Ni siquiera en Argentina, mucho menos en Venezuela, podrá prosperar económicamente, formar una familia dándole seguridad, comodidad y estabilidad, ni podrá acumular bienes. A menos que sea un megaespeculador financiero con grandes reservas de capital, no podrá multiplicar sus ingresos. Y, obviamente, si es un megaespeculador multimillonario, existen lugares mucho más seguros y rentables donde puede invertir su dinero.
En primer lugar, los casos de Argentina y Venezuela son conocidos por ser una prueba mordaz de la capacidad de la izquierda para la destrucción social y la destrucción económica, y por qué, dondequiera que la izquierda se manifieste y gane poder, debemos oponernos a ella con vigor, vehemencia y convicción.
En los dos países mencionados (y debemos recordar que el programa político-ideológico de la izquierda brasileña siempre ha compartido innumerables similitudes), el establishment político de izquierda implementó una serie de medidas económicas uniformes y ultracentralizadoras, que quitaron autonomía a los individuos, propietarios y empresarios capitalistas.
En Venezuela, a mediados de la década de 2000, el gobierno del dictador Hugo Chávez comenzó a llevar a cabo extensos programas de expropiación, que asustaron tanto a los empresarios nacionales como a los inversores extranjeros, quienes se volvieron cautelosos (y con razón). Después de todo, si el gobierno puede confiscar cualquier tierra o “nacionalizar” (estatizar) cualquier empresa cuando quiera, a la hora que quiera, y si de la misma manera puede determinar lo que será producido, en qué cantidad y cuál debe ser el precio final del producto, sin tener en cuenta por completo el costo de producción, entonces se tendrá un nivel exponencial de inestabilidad económica, y en consecuencia, de inseguridad jurídica. Y esa es la receta infalible para un desastre de proporciones titánicas, destinado a generar una reacción en cadena implacable y destructiva.
Estos elementos combinados generan consecuencias potencialmente explosivas, a medida que los empresarios capitalistas comienzan a lidiar con el creciente riesgo de inestabilidad y confiscación de riqueza. Naturalmente, usted no invertirá para perder dinero y tener pérdidas. En consecuencia, siempre buscará un país estable y legalmente seguro para invertir. Dado que los inversores se vuelven más cautelosos y cada vez menos dispuestos a asumir grandes riesgos por un margen de beneficio que definitivamente no vale la pena, es natural que el número de inversiones disminuya progresivamente.
Invariablemente, la lenta pero progresiva caída de la inversión (tanto extranjera como nacional) generará invariablemente un escenario sistémico de desempleo y aumento gradual de la pobreza.
El escenario de inseguridad y estancamiento económico, naturalmente, ahuyenta a los inversores. Cuando se enteran de que los inversores se están yendo, muchos activistas terminan celebrando el éxodo de capitalistas “opresivos” y “explotadores”. Sobre todo porque los efectos de la crisis económica no se sienten de inmediato. Y el gobierno siempre puede lanzar un programa de subsidios compensatorios, que mantenga la economía durante algún tiempo.
Sin embargo, siempre llega un momento en que las cosas empiezan a ir de mal en peor, porque las compensaciones gubernamentales –totalmente artificiales e insalubres– acaban superando a la productividad y a la cantidad de riqueza real del país. Invariablemente, el gobierno ya no dispone de suficiente riqueza para confiscar. Especialmente porque, cuando los ingresos disminuyen, el gobierno tiende a aumentar los impuestos (obtuso para los efectos de la curva de Laffer). En última instancia, ésto sólo sirve para ahuyentar el poco capital que aún queda en el país. En consecuencia, la reacción en cadena hacia la pobreza total se vuelve inevitable.
Cuando llega a este punto, se vuelve más difícil de disfrazar, y entonces el gobierno comienza a crear chivos expiatorios, quienes serán considerados responsables de los problemas que fueron generados por la propia intervención gubernamental.
El gobierno, sin embargo, hace la vista gorda y limpia el hielo de la manera más conveniente posible (generalmente, comienza cortando los ceros de los billetes), mientras culpa por la ruina económica a la derecha, al imperialismo o a alguna otra abstracción esotérica. Los gobiernos populistas generalmente recurren a chivos expiatorios porque nunca serán lo suficientemente adultos como para admitir que sus programas de intervención económica fueron excepcionalmente perjudiciales para la nación.
Dado que ningún gobierno socialista tiene el carácter (y el conocimiento económico real) para reconocer que el intervencionismo masivo provocará invariablemente una recesión corrosiva y destructiva, dejan que el problema crezca. Después de todo, después de que estalle la bomba, basta con decir que todo es culpa del libre mercado, y que el gobierno es necesario para contener los desastres causados por el “neoliberalismo”. Y, como siempre, una población aparentemente ignorante de la economía, cree en una idiotez de esta categoría.
Es cierto que los regímenes socialistas de izquierda comienzan a experimentar los primeros síntomas de colapso generalmente cuando la economía se debilita debido a la ausencia general de inversores y empresarios capitalistas. Obviamente, cuando los ingresos caen muy por debajo de lo que el gobierno necesita para mantenerse (y los gobiernos, especialmente los de izquierda, nunca dejan de aumentar su gasto), comienzan a emitir moneda, generalmente de manera frívola y desenfrenada, totalmente indiferente a la estampida de precios y la erosión del poder adquisitivo que ésto implicará.
Con la lenta pero progresiva retirada de las inversiones, la sociedad tendrá menos empresas y menos productividad. En consecuencia, habrá menos recursos disponibles; por lo tanto, habrá una mayor competencia entre las personas sobre quién puede hacerse con los recursos existentes. Sin embargo, como el gobierno es el agente social con mayor fuerza, puede apoderarse de cualquier recurso cuando quiera, bajo el pretexto de su preferencia.
Ésto aumenta aún más la inseguridad social, ya que la población sabe que el gobierno (especialmente cuando se trata de una dictadura socialista de facto) goza de poderes plenipotenciarios. Por lo tanto, literalmente puede hacer cualquier cosa y, por lo tanto, puede justificar cualquier locura de su parte. Y definitivamente, no se debe subestimar a un gobierno socialista desesperado por recursos. Después de todo, no habrá límites para el totalitarismo, la agresividad y la locura de los psicópatas en el poder.
Un ejemplo reciente en el caso de Venezuela es la disputa territorial con Guyana, país con el que limita al Este. Venezuela reclama la región de Guyana Esequiba, cuya superficie corresponde aproximadamente a 70% del territorio de Guyana, como parte de su territorio soberano.
Guyana, un pequeño país de aproximadamente 800.000 habitantes –que limita al Oeste con Venezuela, al Este con Surinam, y al Sur y Sudoeste con Brasil– fue colonia británica hasta 1966, cuando obtuvo su independencia. La región guyanesa disputada por Venezuela es rica en recursos minerales que, en su mayor parte, permanecen en gran medida inexplorados.
Mientras encabeza un gobierno populista decadente, que necesita desesperadamente recursos para mantenerse, el dictador de Venezuela, Nicolás Maduro, es muy capaz de llevar a cabo una ofensiva militar en el territorio, con el objetivo de anexar la Guyana Esequiba. Ésto ciertamente le daría motivos para reclamar una especie de soberanía popular nacionalista para su gobierno, legitimando aún más su autoridad. Si por alguna razón ganara la guerra, Maduro asumiría el control de un vasto territorio, cuyas riquezas naturales podría disfrutar a su antojo.
Ciertamente, Maduro los usaría para comprar (y así fortalecer) su base de apoyo, recompensando con grandes riquezas a los ministros y al personal militar de alto rango que están subordinados a su gobierno, y de cuya complacencia depende para permanecer en el poder. Como los golpes de estado siempre son un riesgo, especialmente para los líderes gubernamentales que han tenido durante mucho tiempo el control de su país, Maduro ciertamente teme el riesgo de inestabilidad política y económica. Por tanto, no hay nada mejor que saquear las riquezas naturales de una región altamente deshabitada (aunque oficialmente sea parte de otra nación), y así enriquecerse a sí mismo y a los elementos de su cúpula.
Sin embargo, Maduro sabe que necesita calcular fríamente los riesgos de una posible ofensiva militar en la región de la Guayana Esequiba. Es un hecho indiscutible que Guyana es un país pequeño, con un contingente militar insignificante. Sin embargo, debido a que era una colonia británica, Guyana es un miembro constituyente del Commonwealth of Nations. Por este motivo, puede contar con la ayuda militar británica en caso de invasión. Y el apoyo militar y logístico de Estados Unidos también es una posibilidad.
Esta estrategia adoptada por Maduro, sin embargo, es típica de las dictaduras socialistas. Cuando la escasez de recursos es muy grande, es imprescindible crear una crisis. Sirve como estrategia de distracción (distraer a la población de los problemas reales) y buscar nuevas oportunidades para robar riquezas y recursos, y también para infundir fervor nacionalista en la sociedad.
En un acto de desesperación, Maduro es bastante capaz de ordenar una invasión del territorio guyanés. Al final del día, en la precaria situación política en la que se encuentra, tiene mucho más por ganar que perder. Sin duda hará todo lo necesario para mantenerse en el poder. E invadir Guyana es una opción viable –y definitivamente proporcional a su desesperación.
Si para hacerlo tiene que crear un conflicto (y, en consecuencia, una crisis de proporciones nacionales), ciertamente lo hará. Además, el populismo demagógico característico del socialismo, hace natural e incluso conveniente –más aún bajo el alcance apasionado del fervor nacionalista– desencadenar una aventura militar que terminará ampliando los poderes discrecionales del estado. Por muy arriesgado que sea, Maduro tiene tanto que ganar (política, financiera y también personalmente), que es muy posible que ordene una invasión del país vecino, con el objetivo de intentar anexar el territorio deseado.
Una guerra, sin embargo (más aún de esta dimensión), termina generando innumerables problemas económicos a la población, ya que el gobierno puede confiscar cualquier cosa, alegando que una determinada zona, recurso, tierra, bien, dividendos, son estratégicos para el esfuerzo de guerra. Como resultado, el riesgo legal aumenta y, en consecuencia, el país tendrá falta de productividad, lo que seguramente provocará la expansión de la pobreza y la miseria –que ya es sustancial– en la sociedad venezolana.
Sin embargo, en última instancia, nada de esto importa. Después de todo, las personas que quedan en la miseria y en la pobreza más extrema, son siempre la población, no los altos funcionarios del gobierno. Entonces, ¿por qué preocuparse? Después de todo, siempre es posible ignorar la realidad y culpar al imperialismo estadounidense de todas las desgracias que suceden en el mundo. De hecho, es posible hacerlo y seguir disfrutando del apoyo inquebrantable de los medios de comunicación. La izquierda política no es estúpida ni ingenua, y siempre tiene un as bajo la manga para eximirse de los crímenes que perpetra.
De hecho, quienes más sufren cuando la izquierda está en el poder es la gente corriente. Son estas personas las que son susceptibles a niveles de penuria y miseria extrema, y son llamadas “fascistas” o “enemigos de la revolución” simplemente por expresar su insatisfacción y descontento.
Y es un hecho indiscutible que, cuando los casos venezolano y argentino son analizados objetiva y minuciosamente, una cosa queda muy clara: la izquierda política, en la práctica, aparece como un programa eficiente para erradicar a la clase media, ya que –en estos dos países– ésta fue, sin duda, la porción de la población más afectada.
En Argentina y Venezuela, la clase media ha sido empobrecida drásticamente. Mucha gente de clase media se volvió pobre. Pero está claro que la desgracia socialista no fue exclusiva de esta gente. Los pobres experimentaron un nivel de penuria aún peor. Se volvieron miserables, y muchos de ellos comenzaron a vivir por debajo del umbral de pobreza.
Pero lo más interesante es que, especialmente en Venezuela, la sociedad comenzó a dividirse en sólo dos clases: ricos y pobres. Los pobres constituyen la mayoría de la población, mientras que la pequeña porción de ricos está formada, en su mayoría, por personas directamente vinculadas con el gobierno y el liderazgo del dictador Nicolás Maduro. Y bajo el gobierno de Alberto Fernández, Argentina, el segundo país más grande de Sudamérica, seguía exactamente el mismo camino.
Evidentemente, Venezuela y Argentina no son exactamente los mismos casos. En Venezuela, la pobreza se ha extendido con mucha más fuerza, afectando aproximadamente a 95% de la población. En Argentina, esta cifra alcanzó a 45%. Pero podemos suponer que, si la izquierda permaneciera en el poder en Argentina, el programa de expansión sistemática de la pobreza continuaría sin cesar. Pero mientras en Argentina sigue existiendo una clase media (aunque bastante fracturada y debilitada por el gobierno de Alberto Fernández), en Venezuela la clase media prácticamente se ha extinguido.
De hecho, deberíamos medir el valor de algo por sus resultados y no por lo que promete. En Venezuela y Argentina (así como en otros países latinoamericanos), la izquierda llegó al poder prometiendo a la clase trabajadora que mejoraría la calidad de vida de sus miembros, y les otorgaría numerosos derechos. Lo que hizo la izquierda, sin embargo, fue dejar a estas personas en un nivel de miseria y penuria que nunca imaginaron que experimentarían, y luego abandonarlas por completo, alegando que lo que estaban sufriendo era resultado del sabotaje causado por el imperialismo estadounidense, o de lo contrario culpa del neoliberalismo, de la derecha o de alguna otra abstracción intangible, de naturaleza igualmente esotérica.
También es necesario resaltar que, en Argentina, de manera especialmente dramática, la dictadura del coronavirus aumentó la pobreza y la miseria, con la destrucción sistemática del mercado y la libre empresa, con bloqueos rígidos y opresivos, que prácticamente paralizaron toda y cualquier actividad productiva. Argentina implementó uno de los bloqueos más severos y tiránicos del mundo, que invariablemente contribuyó a un aumento generalizado de la miseria y la pobreza en el país. La izquierda argentina afirmó estar “salvando vidas”, pero en realidad estaba haciendo todo lo posible para matar de hambre a la gente.
Tanto el caso venezolano como el caso argentino son ejemplos formidables (verdaderos casos de estudio) que muestran perfectamente lo que hace la izquierda cuando tiene plenos poderes políticos, económicos, sociales y militares, y ninguna oposición significativa para imponer un sistema de control, restricciones ni castigos. En definitiva, podemos afirmar categóricamente que la izquierda política es un programa masivo de confiscación de la riqueza, erradicación de la clase media, y expansión desenfrenada de la pobreza, capaz de provocar niveles dramáticos e irreversibles de destrucción en una sociedad.
Cuando se combinan malevolencia, ambición decidida de poder, y niveles colosales de ignorancia económica, se tiene la izquierda política, una fuerza capaz de causar niveles de destrucción similares a los de una bomba nuclear.
Venezuela y Argentina, dos países que alguna vez tuvieron una clase media próspera, pujante, creativa y emprendedora, son dos ruinas socialistas que en nada se parecen a su glorioso y prometedor pasado. Por supuesto, de los dos, Venezuela está en condiciones mucho peores. Pero Argentina estaba exactamente en el mismo camino: el de una tragedia socialista desenfrenada e ilimitada.
Ahora Argentina tiene como presidente a Javier Milei, un libertario. Recientemente incorporado en sus funciones, todavía es demasiado pronto como para decir cómo abordará al poderoso e hipertrofiado estado argentino, y qué pretende hacer para liberalizar la economía. Las medidas que ha tomado hasta ahora muestran que las expectativas son prometedoras. Despedir a 7.000 empleados públicos es un gran comienzo. Pero ni los locos contingentes de parásitos, ni la izquierda, cederán fácilmente. De hecho, ya están protestando enérgicamente contra las reformas que decretó.
Por supuesto, allí las cosas no serán fáciles. Reconstruir a Argentina de las cenizas no será la tarea más sencilla. Desde una perspectiva realista, lo más probable es que Milei obtenga importantes victorias y éxitos en determinadas áreas, además de fracasar estrepitosamente en otras. En cualquier caso, aún es pronto para hacer algún balance sobre el gobierno de Javier Milei.
En una situación mucho peor está Venezuela, que todavía tiene a Nicolás Maduro en el poder. Para los venezolanos, la única perspectiva viable en la vida es emigrar de su país. El éxodo de venezolanos hacia varios países de América del Sur (incluido Brasil) es una realidad desde hace tiempo. No los culpo. Si viviera en Venezuela, también me iría.
Venezuela y Argentina representan exactamente lo que la izquierda es capaz de hacer cuando está en el poder (y no encuentra límites ni oposición masiva). En Brasil sufrimos muchas de las mismas políticas socialistas que se aplicaron en estos dos países; por lo tanto, podemos evaluar y criticar con conocimiento de causa. Después de todo, somos tan socialistas como Argentina, y sólo un poco menos socialistas que Venezuela.
Sabemos perfectamente que la izquierda siempre nos conduce hacia la dictadura de un estado poderoso e hipertrofiado, que lo gobierna todo y a todos, y también nos lleva de la mano hacia la miseria absoluta, al tiempo que llama fascistas a todos los que se oponen a su deplorable projecto de erradicación sumaria de la clase media, y de empobrecimiento generalizado de la sociedad.
La lamentable situación de Venezuela y Argentina me lleva a concluir que, ciertamente, el mundo sería un lugar mucho mejor, mucho más próspero, y mucho más feliz, si no existiera la izquierda. Y tengo la sensación de que la mayoría de los venezolanos y argentinos estarían de acuerdo conmigo.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko